Del otro lado

 

Algo no encajaba en el ambiente. Era su casa, sí. La mesa redonda del comedor con las llaves encima, justo donde las había dejado cuando regresó del trabajo, sobre el mantel negro floreado. Las sillas metidas debajo la mesa, acomodadas prolijamente, la cama de Lobo en un costado, pero él no estaba ahí. Seguro había salido al patio, ya que le encantaba dormir la siesta echado al sol.

Parecía todo normal, excepto una cosa. Veía como si estuviera borroso, como si una muy tenue niebla se esparciera libremente por el comedor de la casa atenuando los colores. Maia movió la mano en el aire delante de la cara para espantar la niebla, pero nada cambió. Optó por asomarse al jardín por la puerta doble de vidrio que había quedado abierta. Las cortinas se movían dejando entrar una cálida brisa que, al acercarse, le acarició las mejillas.

Como era de esperar, Lobo estaba completamente despatarrado durmiendo en el patio, no se despertó cuando ella se asomó así que volvió adentro para no molestarlo. Seguramente la niebla había entrado por el jardín ya que allí afuera el ambiente estaba igual de brumoso

Caminó hacia la cocina y puso a calentar agua en la pava. Sin embargo, se detuvo mientras trataba de recordar cómo había llegado hasta la cocina. Es decir, sí sabía que estaba en el comedor y luego fue al jardín, vio a Lobo y después fue a calentar agua. Pero ¿y antes de eso?

Posó la pava sobre la mesada, pensativa y un poco preocupada. De repente, un escalofrío la atravesó. Sintió que había alguien atrás suyo. Sabía que había alguien atrás suyo. Y la preocupación creció exponencialmente, ya que desde hacía unos meses se había mudado de ciudad, a un pueblo nuevo y desconocido, buscando la paz mental que la ciudad no pudo darle y desde entonces nadie (ni familia ni amigos) habían entrado a su casa. Nadie tenía llave ni mucho menos permiso para ingresar sin su consentimiento.

Tragó saliva y lentamente giró sobre los talones, hasta quedar frente a frente con una señora, que la miraba con ojos brillosos y los labios torcidos en una sutil sonrisa.

- ¿Cómo entró? -fue lo primero que salió de su boca.

- Bueno, la respuesta es sencilla y difícil a la vez. Podría contestarte en pocas palabras, pero simplemente no lo entenderías.

“Debe ser alguna vieja loca del barrio”, pensó Maia.

-Señora, esta es mi casa, usted no puede estar aquí.

Como si no le hubiera dicho nada, la señora dejó de mirarla y paseó sus ojos por todo el comedor mirando las paredes, los cuadros, los muebles, la mesa, la puerta del jardín, la cama de Lobo, la mesada y la pava, hasta volver a fijarse en la chica.

-Claro que es tu casa. Pero alguna vez fue mía.

Y, como si realmente se sintiera en su casa, movió una de las sillas de caños rojos y se sentó a la mesa.

-Creo que poner agua a calentar es una buena idea. Me vendría bien un té calentito. -dijo con vos cansina.

Maia no sabía cómo reaccionar. Pedirle que se vaya no serviría y sacarla a la fuerza no era una opción. Podía llamar a la policía, de hecho, hubiera sido lo más sensato. Pero en lugar de ello, medio aturdida, se volteó e hizo lo que la señora le indicaba.

Luego, respiró hondo y volvió a arremeter.

-Señora, esta es mi casa. Entiendo si alguna vez le perteneció, pero ahora es mi propiedad y usted no puede entrar, así como así. – y mientras hablaba le surgió una duda - ¿La puerta estaba sin llave? – e instintivamente miró la puerta de calle, donde se encontraba la llave colgando, dentro de la cerradura.

-De hecho, no entré por la puerta. No tenés de qué preocuparte, no estoy loca ni estoy acá para robarte -aclaró, como si le estuviera leyendo el pensamiento. -Estoy acá porque me enviaron.

La curiosidad picó.

- ¿Quién la envió? -interrogó.

-Lucía me envió, tu madre me envió.

Lentamente, el corazón de Maia empezó a latir cada vez más y más fuerte hasta sentirlo en la garganta. Se puso pálida, las manos comenzaron a sudarle. La embargaban dos sentimientos encontrados. Por un lado, sentía enojo (¿esa mujer se atrevía a bromear sobre su madre?) pero por el otro, algo muy en su interior, quería creerle y escuchar todo lo que tenía para decirle.

- ¿Conoció a mi madre? -se limitó a responder.

-La conozco, claro.

-La conoció.

-La conozco.

-Mi madre murió hace años.

-Lo sé querida, lo sé.

La pava eléctrica se apagó luego de que el agua hubiera hervido, pero a Maia ya no le importaba. De repente ya nada importaba. Todos los días evitaba pensar en su madre, se obligaba a ser fuerte, seguir adelante y no pensar en ella para no perder los estribos. El solo hecho de escuchar su nombre en labios de esa señora, había removido un montón de sentimientos que había tratado de aplastar durante un largo tiempo.

La señora se paró de la silla y, con un ademán, le indicó a la chica que tomara asiento. Lo hizo, obedeció y se sentó sin dejar de mirarla mientras se acercaba a preparar el té en las dos tazas que había junto a la pava y que, sin ninguna duda, Maia no había puesto allí.

Mientras, con toda la tranquilidad del mundo, vertía el agua dentro de las tazas, la misteriosa mujer empezó a narrar pacientemente.

-Hace algún tiempo tuve la oportunidad de conocer a una mujer brillante y hermosa. Ella solía estar de muy buen humor casi siempre, excepto en las noches. Luego de varias charlas y conocernos un poco más, me contó que tenía una hija y que esa hija le preocupaba mucho. Pues en las noches, le aterraba la idea de que su hija llorara su ausencia. Sabía, porque la conocía muy bien -aclaró mientras la miraba de reojos – que en el día podría disimularlo, pero en la noche no iba a encontrar la forma de escapar del dolor.

Fue breve la introducción, pero lo suficientemente descriptiva como para que los ojos de Maia se llenaran de lágrimas.

-Eso no la dejaba descansar en paz, ¿sabés? Y aún no la deja.

A la chica comenzó a temblarle el labio inferior. La señora se acercó a la mesa con las dos tazas, puso una enfrente de Maia y la otra la sostuvo en sus manos mientras tomaba asiento. Sus ojos penetrantes fijos en los de color miel de Maia, lo que hacía sentir a esta todavía más vulnerable.

-Pues resulta que palabras van, palabras vienen, Lucía me comentó dónde vivía su hija, y por supuesto, no fue casualidad que justo a mí me lo contara. Yo viví aquí casi 20 años querida, por eso hoy pude volver. Vine porque tu madre me pidió que viniera. Ella quiere que sigas adelante. No quiere verte detenida en el pasado, necesita que sigas adelante para ella también poder avanzar. Sabe que no fue tu culpa, y vos también lo sabés.

Maia ya no tuvo manera de contener las lágrimas y comenzaron a salir a borbotones unas tras otras.

-Perdonate, ¿querés? Porque ella te perdonó hace muchísimo tiempo.

La chica quería hablar, pero no le salían las palabras. Así que, tragó saliva, y con un gran esfuerzo dijo:

-Yo debí haber estado allí con ella. Quizás nada de esto hubiera pasado, quizás seguiría con vida.

-” Quizás, quizás, quizás” – repitió la señora en tono burlón-. O quizás no. Lo que pasó, iba a pasar de todas formas, tenés que aceptarlo. El destino está escrito y hay situaciones que son tan fuertes que nuestras acciones no pueden modificarlas. No te diría esto si no supiera que realmente es así. ¿O acaso vos sos la cura para el cáncer? ¡Vamos, por favor! No te creas tan importante querida. -remató, mientras le obsequiaba una sonrisa.

Luego de esos minutos, ya no le parecía tan desquiciada. Y era raro puesto que la conversación se tornaba cada vez más descabellada.

-Haceme caso querida, por algo estoy acá. -dijo esto último mientras tomaba la mano derecha de Maia entre las suyas, y ensanchaba la sonrisa. La piel estaba cubierta de arrugas, pero era suave y ligeramente fría.

Levantó la mano de la chica lentamente hasta su cara, mientras pronunciaba con suavidad las palabras “dejala ir” y le besó el dorso de la mano con sus labios húmedos.

Maia cerró los ojos, y al abrirlos la sensación de humedad en la mano le hacía cosquillas. Movió el brazo bruscamente para alejar a Lobo, quien le estaba lamiendo la mano que colgaba de la cama, y se incorporó de un salto. El sol radiante se colaba por las ventanas y Lobo, cansado de dormir, quería comer. Así que, aturdida, se levantó de la cama y fue al comedor.

Sobre la mesa había dos tazas, una vacía y otra completamente llena. Como a empujones, imágenes y palabras empezaron a aparecer en su mente mientras miraba fijamente las tazas, sin mover un dedo.

Se le nubló la vista, pero esta vez no era por la niebla del aire ya que el ambiente estaba perfectamente claro, si no por un sentimiento de gratitud, gozo, esperanza. No tenía palabras para explicar lo sucedido (ni la certeza de que realmente hubiera pasado), pero ahora sabía, lo sentía en su interior, que su madre era feliz y que, estuviera donde estuviera, deseaba que ella también lo fuera.

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