Aletargado
Otra vez esa presión en el pecho. Ya no le sorprendía, pero
no por eso dolía menos. Bajaba el sol y una roca de plomo se le instalaba en
los pulmones, oprimiéndolos y ahogándole la respiración.
Sentía como las lágrimas estaban a punto de brotar de sus
ojos, como en cascadas. Imposible contenerlas, ya lo había intentado. Intentó
por días reprimirlo. Intentó simular estar bien, ser feliz, quiso convencerse
de que no era nada más que un mal día. Pero ese mal día se transformó en una
mala semana y dio lugar a un mal mes, y ahí estaba de nuevo, acurrucado en la
cama, sobre la frazada azul que tanto le gustaba pero que en ese momento era lo
más insignificante del mundo.
Desde un costado de la habitación, el perro lo miraba algo
desconcertado, pero hasta el mismo Nilo ya parecía no sorprenderse del ritual
de cada día en el que su compañero humano caía tumbado y derrotado, gimiendo
como en agonía con pequeños gritos y mucho llanto.
Los pensamientos le golpeaban la sien, todos juntos, como si
de una carrera se tratara, invadían su mente. La triste muerte de su abuela
hacía unos años, y el triste acto de tener que lavar la ropa sucia que se
amontonaba en el lavadero y no había tenido tiempo de lavar. La carga de tener
que rendir un examen de la facultad en dos días y la culpa de no tener la
suficiente fuerza para haber madrugado esa mañana a estudiar. Y se sumaba la
culpa de no haber sacado a Nilo a pasear en toda la semana, es que no podía
levantarse de la cama más que para ir a cursar y volver a acostarse. Hacía dos
o tres días no se bañaba (ya ni lo recordaba) y eso lo hacía sentir desidioso.
Sabía lo que tenía que hacer. No era difícil. Alarma a las 7
am, levantarse de buen humor, entrenar, bañarse, pasear con Nilo, volver y
desayunar un buen desayuno sano y nutritivo, y partir rumbo a la facultad.
Sonreír y sociabilizar con sus compañeros e incluso, finalizada la cursada,
salir con ellos a tomar algo, para regresar a la casa al caer el sol y, con
agradecimiento por haber tenido un gran día, llamar a su mamá por teléfono,
cenar y dormir plácidamente con Nilo a sus pies.
¡Qué fácil!
Y, sin embargo, ahí estaba… ese día ni siquiera había ido a
cursar. Se había pasado las horas encerrado en la habitación, se levantó
únicamente para ir al baño un par de veces y para prepararse un sándwich a la
hora del almuerzo. A su mamá le respondía algún que otro mensaje, cuando el
tono de preocupación ya era demasiado elevado, para calmarla. No había
gimnasia, ni desayuno nutritivo, no había paseos con Nilo ni amigos con los que
salir a tomar algo.
Sólo él y su cabeza. Sólo él y su tristeza, enojo, frustración, culpa. Él y sus pensamientos consumiéndolo por dentro, y preguntándose cada día ¿cuánto más puedo aguantar? ¿cuándo le voy a poner fin a esto? No tenía la respuesta al cuándo, tenía la respuesta al cómo. Pero el miedo era también uno de esos pilares que lo mantenían aletargado.
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