El hombre del tapado
El tapado embarrado le rozaba los
tobillos, moviéndose al compás del viento. Solía usar ese tipo de vestimenta para
trabajar, tapados largos y oscuros, encima de la camisa y el pantalón de
vestir, acompañado de un sombrero que le hacía juego, siempre combinando los
colores.
Miró el reloj en su muñeca izquierda, faltaban 5 minutos para las 11 de la noche. Se pasó la manga por la
frente perlada de sudor, mientras lamentaba haber elegido un tapado tan largo
para un día de lluvia, y más aún teniendo en cuenta que se encontraba en un
barrio en el que las calles solían inundarse.
Permaneció impávido, con la
espalda reposada contra la pared de lo que antiguamente había sido un
restaurante pero que ahora permanecía cerrado, al igual que la mayoría de los
locales de la cuadra. Los grafitis en las paredes y persianas daban cuenta del
abandono del lugar.
Volvió a mirar el reloj, los
segundos transcurrían demasiado lento. Siempre le pasaba, se volvía impaciente
cuando tenía que esperar, aunque no mostraba ni un atisbo de nerviosismo. Dos
muchachos pasaron frente a él y los siguió con la mirada para evaluar sus
movimientos. Tenían que alejarse de la calle antes de que el único local de la
cuadra que permanecía abierto apagara las luces, en señal de haber terminado la
jornada laboral. Ese era el momento que estaba esperando.
Los dos chicos giraron en la
esquina, y casi mecánicamente torció la boca en una sonrisa socarrona al mismo
tiempo que metía la mano en el interior del saco y acariciaba la empuñadura del
revolver 38 que guardaba en el bolsillo interno. No le gustaba que hubiera
cabos sueltos, así que, por el bien de esos muchachos, habían tomado la
decisión correcta al perderse doblando la esquina.
Una a una, las lucen interiores
del bar se fueron apagando, hasta que sólo quedó la luz exterior que alumbraba
débilmente la vereda.
Se enderezó y estiró la espalda,
mientras dejaba caer con libertad las manos al costado del cuerpo, movió el
cuello a uno y otro lado, cumpliendo el ritual que llevaba a cabo cada que vez
que tenía que iniciar un trabajo. Se miró los pies y lanzó un insulto al aire,
iba a tener que mandar el tapado a la lavandería y no le gustaba como esas
chicas le dejaban la ropa, olía a jardín de infantes y no la planchaban bien,
siempre encontraba alguna arruga.
La puerta del bar se abrió, casi
al mismo tiempo que se apagaba la última luz que quedaba encendida. Los faroles
de la calle estaban casi todos quemados, sólo dos cercanos a la esquina aún
funcionaban. Así que el trabajo tenía que ser rápido, no podía dejarlo llegar a
la zona iluminada.
Por la puerta de vidrio salió un
hombre rechoncho de cabello blanco y con aspecto cansado, cerró tras de sí y
puso llave también a la reja que le daba seguridad al lugar. Sacó del bolsillo
un encendedor y prendió el cigarrillo que ya llevaba en la boca al salir.
Mientras guardaba el encendedor y
se acomodaba la campera para no mojarse con la llovizna que había empezado a
caer, el hombre del tapado de hizo presente sin emitir un solo sonido.
Lentamente, el dueño del bar se dio vuelta al darse cuenta de que alguien se
había acercado, por el juego de sombras que proyectaban las luces lejanas.
El hombre del tapado se sacó el
sombrero, y volvió a esbozar una pequeña sonrisa. Disfrutaba su trabajo, era de
esas personas que tenían la suerte de trabajar de lo que amaban. Y él amaba
asesinar personas, más todavía cuando esas personas se merecían la muerte más
cruel y dolorosa.
- ¿Recuerdas a Sonia? -preguntó
el hombre del tapado.
La recordaba, la recordaba todos
los días de su vida desde hacía dos años, cuando la había violado y matado.
Pero no respondió, en lugar de ellos emitió un leve balbuceo y comenzó a
temblar.
- Yo no tendría que estar
haciendo esto, la justicia debió encargarse de vos. No pretenderás que los
padres de Sonia sigan con su vida como si nada después de lo que le hiciste a
su hija, ¿no?
Silencio por parte del dueño del
bar. Tenía razón, no se sorprendía de que el día hubiera llegado, más sorpresa
le causaba que no hubiera sucedido antes. Y aunque sabía que podía llegar a
pasar, no estaba listo. El dueño del bar se dejó caer de rodillas derrotado, y
las palabras brotaron de su boca como un mar de súplicas, rogando que lo
perdonara, implorando piedad y jurando estar arrepentido.
Por tercera vez, el hombre del
tapado sonrió, pero esta vez era una sonrisa cargada de odio.
- Si por mí fuera, juro que te
mataría de a poquito, te torturaría días de mil formas distintas y cuando ya no
te quedaran lágrimas ni voz para suplicar, recién ahí te liquidaría.
Se llevó la mano al bolsillo
interno del tapado.
-Pero no es lo que me pidieron, y
yo cumplo mi trabajo al pie de la letra.
Sacó el revólver y sin vacilar,
apretó el gatillo, disparándole al dueño del bar en el medio de la frente.
El hombre del tapado dio un paso
adelante hasta quedar pegado al cadáver y se agachó a tomar el cigarrillo que
se había caído al suelo. Lo tomó entre sus dedos y agradeció que no se hubiera
apagado con la lluvia. Volvió a colocarse el sobrero, y dando suaves pitadas al
cigarro se alejó en dirección contraria, con la satisfacción del deber
cumplido.
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